Tengo
la sensación de que no saldrá bien, y que, probablemente, acabe en
el quirófano, con lo que me gustan los hospitales... Te pasas la
vida pensando que nunca necesitarás ir al médico, que tu salud es
imparable, pero el día menos pensado eres el protagonista de una
nueva enfermedad desconocida para ti. Y vuelves a ser dependiente...
Todo esto si tengo suerte y no la palmo antes de llegar a un
hospital.
Tras
pasar con relativo éxito los controles del aeropuerto, sigo teniendo
la sensación de que el aliento me apesta a goma barata...
-Disculpe,
señor...
-"Mierda,
mierda, mierda"
-...se
le olvida el pasaporte.
-Gracias.
-Que
pase un buen viaje.
Intento
disimular la ausencia de sangre en la cara con una amplia sonrisa y
me voy, más bien a paso ligero.
Si
lo piensas bien, hasta la hora de tu muerte llega, pero ahora no pasa
el tiempo. Cuando miras atrás puedes reírte de todas las veces en
las que agonizabas por que pasara un jodido minuto, cuando estás en
otro lugar y puedes mirar atrás, es fácil decirlo. Soy de esos
tipos que dicen que no temen al dolor ni a la muerte... pero desde
otro lugar que no sea este, dolor es una palabra fácil de decir.
Para
que pensar en las horas que me quedan hasta bajar del avión. Intento
observar a los otros pasajeros e inventarme su vida, pero no consigo
distraerme. Mi mente no para de decirme que piense en algo, y rápido,
antes de que me empiecen a dar arcadas. De modo milagroso, empieza a
sonar en el hilo musical esa canción que siempre sonaba a la hora
del recreo, cuando iba al instituto. Recuerdo que creía que el
sonido salía por unas cajitas negras que había en lo alto de la
pared del pasillo. Sólo sonaba una canción, una y otra vez, día
tras día; quería conocer quien se encargaba de hacer eso y desde
qué aparato. Un día ví un viejo radiocasete en la jefatura de
estudios, con una vieja cinta, y desde aquel día pensé que provenía
de allí, aunque no estuviera en lo cierto.
Estoy
sudando, tragando saliva para no vomitar. Intentando burlar los
movimientos antiperistálticos levantándome de mi asiento y yendo a
la cabina donde está el baño. Allí veo reflejada mi cara verdosa.
Me duele la cabeza y el estómago. Todavía no son los síntomas de
que una de las 87 cápsulas de cocaína que llevo en el estómago
haya reventado. Mientras me lavo las manos y la cara, deseo
nerviosamente que ninguna de las cápsulas pase a los intestinos y
que llegado el momento, las logre expulsar todas.
Sólo
el fuerte olor a lejía que sale del váter consigue consolarme y
quemarme la garganta. El mismo olor que cuando mi madre hacía
limpieza en casa, hace muchos años, y que por aquel entonces me
parecía insoportable y peligroso. Corrosivo como los ácidos de mi
estómago que intentan disolver el plástico. Después vendrían los
espasmos, contracciones, paro respiratorio y el corazón dejaría de
funcionar. Hace tiempo,cuando yo era un joven soñador que detestaba la ciudad y
quería vivir en una casa en el campo. Con tantos impuestos que
pagar, al final te olvidas de todas esas cosas y deseas vivir
encerrado en una oficina en el centro de la ciudad.
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