miércoles, 15 de enero de 2014

87 cápsulas

Tengo la sensación de que no saldrá bien, y que, probablemente, acabe en el quirófano, con lo que me gustan los hospitales... Te pasas la vida pensando que nunca necesitarás ir al médico, que tu salud es imparable, pero el día menos pensado eres el protagonista de una nueva enfermedad desconocida para ti. Y vuelves a ser dependiente... Todo esto si tengo suerte y no la palmo antes de llegar a un hospital.

Tras pasar con relativo éxito los controles del aeropuerto, sigo teniendo la sensación de que el aliento me apesta a goma barata...


-Disculpe, señor...
-"Mierda, mierda, mierda"
-...se le olvida el pasaporte.
-Gracias.
-Que pase un buen viaje.
Intento disimular la ausencia de sangre en la cara con una amplia sonrisa y me voy, más bien a paso ligero.

Si lo piensas bien, hasta la hora de tu muerte llega, pero ahora no pasa el tiempo. Cuando miras atrás puedes reírte de todas las veces en las que agonizabas por que pasara un jodido minuto, cuando estás en otro lugar y puedes mirar atrás, es fácil decirlo. Soy de esos tipos que dicen que no temen al dolor ni a la muerte... pero desde otro lugar que no sea este, dolor es una palabra fácil de decir.

Para que pensar en las horas que me quedan hasta bajar del avión. Intento observar a los otros pasajeros e inventarme su vida, pero no consigo distraerme. Mi mente no para de decirme que piense en algo, y rápido, antes de que me empiecen a dar arcadas. De modo milagroso, empieza a sonar en el hilo musical esa canción que siempre sonaba a la hora del recreo, cuando iba al instituto. Recuerdo que creía que el sonido salía por unas cajitas negras que había en lo alto de la pared del pasillo. Sólo sonaba una canción, una y otra vez, día tras día; quería conocer quien se encargaba de hacer eso y desde qué aparato. Un día ví un viejo radiocasete en la jefatura de estudios, con una vieja cinta, y desde aquel día pensé que provenía de allí, aunque no estuviera en lo cierto.

Estoy sudando, tragando saliva para no vomitar. Intentando burlar los movimientos antiperistálticos levantándome de mi asiento y yendo a la cabina donde está el baño. Allí veo reflejada mi cara verdosa. Me duele la cabeza y el estómago. Todavía no son los síntomas de que una de las 87 cápsulas de cocaína que llevo en el estómago haya reventado. Mientras me lavo las manos y la cara, deseo nerviosamente que ninguna de las cápsulas pase a los intestinos y que llegado el momento, las logre expulsar todas.


Sólo el fuerte olor a lejía que sale del váter consigue consolarme y quemarme la garganta. El mismo olor que cuando mi madre hacía limpieza en casa, hace muchos años, y que por aquel entonces me parecía insoportable y peligroso. Corrosivo como los ácidos de mi estómago que intentan disolver el plástico. Después vendrían los espasmos, contracciones, paro respiratorio y el corazón dejaría de funcionar. Hace tiempo,cuando yo era un joven soñador que detestaba la ciudad y quería vivir en una casa en el campo. Con tantos impuestos que pagar, al final te olvidas de todas esas cosas y deseas vivir encerrado en una oficina en el centro de la ciudad. 

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