martes, 19 de noviembre de 2013

El gato negro

Las actrices están bellísimas. Lo malo de esto es que no se puedan grabar esos perfumes que usan y se quedan flotando por donde pasan. Para meternos más en el papel, hoy estamos grabando en un hospital abandonado con fama de estar encantado. No hay escombros, sólo polvo y desorden. Tiene una arquitectura extrañamente funcional, demasiado funcional. Quizás fuera esto el motivo de su cierre, un mal feng-shui, malas proporciones para el ser humano y la vida, fatal orden de los elemento que hicieron imposible vivir bajo este techo.

Pasillos estrechos de techos muy altos, diáfanos; pero lo que más me sorprende es esa habitación entreplantas. Parece un dormitorio para pacientes. La habitación tiene el techo demasiado bajo, tengo que estar con el cuello doblado, no puedo estirar del todo la cabeza. Es algo incómodo y conforme avanzas me da la sensación de que el techo baja más. Tampoco quiero explorar mucho yo solo.
Aunque pequeño, es un sitio lioso y fácil de perderse. No a todos les está gustando trabajar aquí, por lo que dicen de este lugar. Yo llegué con la mente vacía, ni tomé en consideración lo que había oído ni tampoco lo negué. Quiero darle una oportunidad y la verdad es que me siento acogido. Durante el rodaje no ha pasado nada paranormal.
Una de las chicas me dice que no se siente cómoda en aquella habitación. Me pide que la acompañe y me dice que quizás tengo que cambiar algo de sitio o darle otro enfoque a la escena. Recuerdo que se quita los tacones para poder poner recto el cuello, pero nada más. Mientras habla me siento muy cómodo y pienso que cuando tenga el suficiente dinero para construirme una casa haré una habitación como esa, con las mismas medidas y proporciones, será mi habitación para inspirarme.
Nos interrumpe un gato negro. Sale como de la nada, del fondo de la habitación, como si esa arquitectura hubiese creado un portal. Me gustan los felinos, y más si son negros, me alegró mucho esa visión. Y aprovecho este momento para decirle a la chica que haré todo lo posible y que no se preocupe.
Termina el horario de los actores y del equipo de cámaras y sonido. Ahora que no hay nadie estoy haciendo el montaje de las escenas como me da la gana. Metía fantasmas y ruidos extraños donde no los había. Por curiosidad, estoy revisando el material por si se ha registrado algo fuera de lo común, pero nada, más trabajo para mí.
El sol se ha puesto, y sí, me he quedado en el hospital abandonado con la excusa de que yo vigilaría el equipo y así mañana no tendrían que montarlo de nuevo. A quién voy a engañar, no tengo donde dormir. Antes de que no pueda ver, voy a la habitación del techo bajo. Me hago un ovillo sobre un colchón roto y mugriento que había tirado en un rincón, intentando que sólo sea la ropa la que haga contacto. Realmente es un sitio desconcertante, pero el gato sigue en la habitación y me da seguridad. Confío en la sensibilidad de los animales para percibir peligros.
Me despierto sobre las dos de la mañana. También tuve que empeñar mi reloj. Me fijo en el gato y está despierto pero tranquilo. Me acerco despacio para que no se asuste, le hablo y consigo acariciarlo. Ronronea. Todo se ve oscuramente azulado. Entre la vigilia y el sueño, oigo que me llaman por el altavoz, como si fuera una enfermera que me avisa de que tengo un familiar esperándome afuera. Vuelvo a mirar al gato, estaba tranquilo, jugando, cerca de mí.
Salgo fuera y me encuentro con una figura antropomorfa, deformada por el dolor. No sé si es momento para empezar a sentir miedo. Vuelvo a mirar al gato, éste está a unos pasos detrás de mí. Tiene el pelo de palmo, la cola como la de un zorro, la espalda corvada, el rostro desencajado, las pupilas dilatadas y su desgarrador maullido se me clava en el pecho. Enfrente tengo al propio estereotipo del mal, algo a lo que te acostumbras a ver en las películas de terror. Tengo el vello de punta, palpitaciones, sudor.

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