domingo, 6 de octubre de 2013

Los inmortales

Lo que más me impresionó fue el silencio. Un silencio apenas conocido por el ser humano, excepto por los que se lanzan a la aventura. Silencio absoluto. Como si ofendieses a la Tierra o al Inframundo si te atrevieras a susurrar. Cada respiración entrecortada, cada larga expulsión de aire con cada gran esfuerzo, cada pequeño quejido desde mi garganta era un insulto hacia los dioses de ultratumba.
Pensé que este debió ser el silencio que precedió a la creación del universo. Después de esto sabes que ahí arriba nunca hay suficiente silencio. El silencio primitivo. Me sentí afortunado al pensar en esto, en que estaba experimentando un poco de la “nada”.



Al principio, la bajada tenía algo de horizontalidad, no sin sus complicaciones, pero buscando apoyo no había problema. Mientras sigues bajando te das cuenta de que el foco de luz que tienes a la espalda ha dejado de estar ahí, ya sólo te sirves de la linterna que llevas en la cabeza. Llevo de repuesto en la mochila.
Ha sido una temeridad venir solo. Afuera estaremos sobre treinta grados centígrados, aquí dentro no llegará a veinte. La gran humedad hace que con cada exhalación salga un chorro de vapor de mi boca. Una especie de viaje a las entrañas de la Tierra, se podría decir.
La luz de mi linterna se refleja en cada gota de agua que cuelga de las estalactitas. Parecen piedras preciosas, diamantes. Toco uno y el encanto desaparece. Entre sala y sala el viaje se hace vertical, descendiendo a base de tracción con mis piernas. Las salas tienen una forma irregular; el suelo en pendiente hacia abajo, y los techos, en algunos lugares de hasta unos cinco metros de altura y en otros lados tienes que arrastrarte para pasar.
Al camino de vuelta hay que sumarle el peso en mi mochila de trozos de estalactitas, estalagmitas y columnas que recogí del suelo. Durante los caminos de vuelta ha desaparecido esa especie de ilusión que hace que no pienses en el tiempo, estás en un lugar nuevo y tu prioridad es observar, ahora es cuando sientes impaciencia por salir.
Los techos resudan y se filtran las gotas de agua dentro de las estalactitas. Caen y debajo de cada estalactita se va formando una estalagmita. Con el tiempo, después de mucho tiempo, pueden llegar a juntarse y formar columnas. La paciencia de la piedra, cientos de años insistiendo. Sin prisa, como si dispusieran del tiempo que les hiciera falta, sin la inquietud propia del que no sabe cuando va a morir. Inmortales.
Es el agua el responsable de esta arquitectura cárstica. Los restos de un cambio de piel de serpiente y un murciélago a la entrada son las muestras de vida que he visto. Extraños seres bípedos con cuernos y máscaras pintadas aprovechando formas caprichosas en las rocas, en la parte alta de la pared. Me pregunto qué es lo que movería a esa persona a dibujar eso aquí, a qué ser estaba conjurando, qué es lo que esperaba conseguir.
Qué clase de locura hizo a ese antepasado entrar en la oscuridad total y en el silencio absoluto buscando la profundidad de la Tierra, imagínatelo alumbrado con una pobre antorcha de corta duración, pintando seres de otro plano en este paisaje onírico y haciéndose inmortal.

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